Todos asociamos la nieve al color blanco, virginal, inmaculado, puro… a no ser que estemos hablando de la nieve que hay justo delante de nuestro portal, negra como el carbón de resultas del paso de mil neumáticos. Sin embargo, hay lugares en el mundo donde la nieve no es blanca, sino rosa.
Una de las regiones donde puede verse nieve rosa todos los años son las cumbres de la Sierra Nevada de California. Los americanos se refieren a este tipo de nieve como watermelon snow (nieve sandía). Este nombre no se debe solo a que tiene aspecto de sandía. Hay algo más: si te metes un puñado de esta nieve en la boca, realmente tiene un ligero sabor a sandía.
Sí, suena estrambótico. De hecho, recuerda poderosamente esa divertidísima película de animación titulada Lluvia de albóndigas, en la que del cielo se precipitan toda clase de alimentos de tamaños desproporcionados.
Pero ¿cómo es posible que la nieva sea rosa y encima sepa a sandía? Para averiguarlo debemos dejar California y viajar a Suiza, concretamente a los Alpes.
Una de las primeras personas que probaron el sabor de la sandía rosa fue un suizo llamado Horace Bénedict de Saussure, allá por el año 1778 (aunque en el siglo IV a. C., ya se había documentado nieve de este color por parte de nada menos que Aristóteles).
Horace era geólogo y acostumbraba a recorrer arriba y abajo los Alpes suizos. Su hipótesis ante el color de aquella nieve con la que se topó de repente un día no estaba demasiado errada: pensó que tal el color la producía un hongo.
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Hoy en día se sabe que hay más de 350 clases de algas capaces de prosperar en agua congelada y de soportar las duras condiciones meteorológicas de la alta montaña. Dichas algas constituyen el crioplancton del que se alimentan otros animales de orden superior que habitan esos parajes. Pueden teñir la nieve no sólo de color rosa, sino también de otros como el marrón o el amarillo.
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Con todo, también la nieve puede prensarse por otros fenómenos naturales, por eso también la podemos encontrar en lugares inhóspitos como Groelandia:
En el año 1818, durante una expedición inglesa que tenía como misión la búsqueda del mítico Paso del Noroeste (en el Ártico canadiense), el famoso capitán John Ross avistó trazas de color carmesí en la nieve de unos blancos acantilados que se encontraron al cruzar el cabo York, en la costa noroeste de Groenlandia. Las describió en su diario como “manchas de sangre” e incluso decidió fondear en la zona para tomar unas muestras.
por Sergio P.
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